FERNANDO MENDOZA J / Exprés
Era un miércoles de lluvia y de otoño cuando entró de pronto a mi cubículo del tercer piso en el edificio público de la calle Juárez. Sonrisa amplia. Llevaba un abrigo negro, que se quitó con cierta ceremonia. Fuerte abrazo. Se sentó en una de las dos sillas que estaban frente a mí.
“Vengo por un café y a platicar”, me dijo con esa cháchara muy suya.
No fue un café y no fue la última plática con Lorenzo “El Cheque” Pérez.
Lo había conocido a principios de los 80 cuando nos impartió a los catequistas un curso de economía y política para el análisis de la realidad. Desde entonces seguido nos encontrábamos y la plática fluía amigablemente. La amistad creció luego del verano caliente del 86, cuando yo trabajaba para Notidiócesis en el mismo edificio en el que despachaba Mons. Adalberto Almeida y Merino.
Acudía yo de vez en cuando a la oficina de El Cheque para echar el café y platicar de política, de religión, de educación…
Ese miércoles lluvioso hablamos de libros. Cuando se puso su abrigo dispuesto a capotear la fría tarde, me dijo: “Debes leer El Reino, de Emmanuel Carrére… te va a gustar”.
El Cheque no fallaba en sus recomendaciones. Era certero en sus análisis políticos, porque su vida entera la había dedicado a procesar información, tanto que su empresa la llamó Información Procesada. Y en sus recomendaciones de libros para conmigo, tampoco fallaba. Por cierto, El Cheque y Jorge Eugenio fuero los causantes a introducirme a las letras de Ibargüengoitia.
Así que llegada la Feria del Libro de Chihuahua me apresté para conseguir la recomendación. Lo conseguí y rápido me introduje a su vaivén.
Hablo de vaivén, porque El Reino tiene subidas muy altas y bajadas profundas, y si de pronto no se detiene uno a sopesar, a meditar y a dialogar con Carrére, el vaivén lo arrastra sin ganar nada del texto.
El P. Dizán Vázquez me repetía una y otra vez que con los libros se dialoga. “Rayarlos es una forma de dialogar con el autor”, me dijo alguna vez el padre. Contrario a mi costumbre, El Reino no tiene ningún rayón. Quizá porque cada página me parecía un descubrimiento que no me alcanzaba a dialogar.
El Reino no es novela, no es ensayo, no es autobiografía, no es un escrito erudito… Es todo en más de 500 páginas, que invitan a la reflexión profunda, a penetrar en ese Reino anunciado por Jesús, y al que Carrére se descubre imposibilitado para entrar: “He escrito de buena fe este libro… lo he escrito entorpecido por lo que soy: un hombre inteligente, rico, de posición: otros impedimentos para entrar en el Reino”.
Emmanuel Carrére describe en el texto parte de su vida, incluso parte de su vida que apenas desvela. Se describe a sí mismo como “un escéptico. Un agnóstico: ni siquiera lo bastante creyente para ser ateo”. Acechado por la depresión, cae en el alcoholismo, y de allí da un salto a una conversión al catolicismo que lo lleva al Bautismo, al matrimonio por la Iglesia, a bautizar a sus hijos y a acudir a Misa casi diariamente. Pero la explosión de su conversión no dura mucho… vuelve al agnosticismo y a la práctica cotidiana del yoga.
El Reino es su propia búsqueda del Reino. Se adentra a estudiar a los primeros cristianos, principalmente a Pablo, a Juan y a Lucas, quienes lo llevan a conocer a Jesús. Un Jesús que anuncia el Reino, no cualquier reino, sino El Reino.
El Reino es su propia meditación sobre el cristianismo, aquel cristianismo original que mueve a Pablo a viajar para anunciar el Reino, mejor El Reino. Es su propia reflexión sobre Lucas, que -como Carrére- descubre a Jesús desde su erudición.
El Reino es pues el texto que revela el cristianismo que encontró un agnóstico y al que pudo asirse para encontrar allí el fundamento de su vida. El Reino sigue esperando la vuelta de Carrére.
El Cheque Pérez no falló en su recomendación. Pero ya no puedo encontrarlo aquí para tener una última plática ni para tomarnos el último café. El Cheque falleció el pasado 17 de diciembre. Seguro que estará disfrutando El Reino.
Nos leemos la próxima semana. Hay vida.