Para Valia Mendoza, qepd
FERNANDO MENDOZA J. / Exprés
Era martes y conducía mi auto traqueteado lentamente. Me dirigía a la conferencia de Lorenzo Córdova, que iba a dictar por el 34 aniversario de la Universidad Regional del Norte, cuando por el paso peatonal cruzó el maestro de maestros José Moya. No lo podía creer. Me dio un gusto enorme verlo como siempre lo recordé: caminar lento, erguido y dispuesto a una sonrisa franca.
“Mendoza”, me dijo. “Profe”, respondí. Dos palabras que resumían el encanto de la escena.
El CP José Moya por más de 40 años impartió cátedra (palabras exactas para sus clases) en la URN. Centenares de alumnos atestiguan lo que escribo. A todos ellos, el profe Moya los recuerda. No exagero: a todos los recuerda, reconociéndolos por su primer apellido.
En diciembre de 2021, el profe Moya tuvo un grave problema de salud. Grave. Debió morir, según el expediente médico. Vive por un milagro. No son palabras mías. Son palabras de su cardiólogo, referidas por el mismo profe Moya. No es necesario explicar quién obra los milagros.
Y allí en el amplio espacio del Centro de Convenciones hubo oportunidad de platicar de variados temas con el maestrazo. Siempre referidos a la educación y la bien amada de ambos, la Universidad Regional del Norte.
Mientras recordábamos anécdotas, me vino a la mente noséporqué la Premio Nobel de la Paz, la paquistaní Malala Yousafzai. Quizá porque Malala también estuvo a punto de morir por defender la educación en su país.
Apenas regresé de la extraordinaria conferencia, fui al librero de casa. En lo más alto, en el rincón, arriba de la televisión, debajo del desorden en que tengo las revistas Vida Nueva que aún conservo, junto a la biografía de Steve Jobs, allí apareció Yo soy Malala, el libro cuya portada muestra ese rostro juvenil, sin maquillaje y con esos ojos color miel que se clavan en una mirada profunda de la activista.
Si la portada es bellísima, el texto lo es más. Es una biografía completa escrita a cuatro manos, las de la propia Malala y de Christina Lamb. Narra sin miramientos la vida sencilla de una joven paquistaní, cuyo régimen relega a la mujer y que en la práctica impide el crecimiento educativo de ellas.
El padre de Malala es maestro. Ve con buenos ojos que su hija y todas las mujeres puedan acceder a la educación, para crecer en su vida y ser reconocidas con todo el valor que tienen. Pero el régimen no tiene los mismos ojos.
El texto va expresando esta dicotomía y de poco a poco va llevando a la inevitable confrontación.
Mientras Malala vive día tras día el común de cualquier niña y luego jovencita, va naciendo una conciencia bien precisa. El texto muestra a una Malala sencilla pero profunda. Va mostrando la sabiduría adquirida de lo que se dialoga en casa.
A la activista le interesa que las mujeres tengan acceso a la educación. Solo eso. Nada más eso. Pero en una sociedad coja, miope y sin la capacidad de ver a las mujeres como iguales el solo hecho de pedir acceso a la educación convierte al manifestante en delincuente.
Si un martes me hizo feliz al ver el profe Moya lleno de vida, un martes le cambió la vida por completo a Malala. El 9 de octubre de 2012, un martes, fue encañonada mientras volvía en un autobús de su escuela. Tenía entonces 15 años. Recibió disparos en su rostro. Era el régimen talibán que no deseaba la visibilización de la joven que sólo pedía acceso a la educación de las mujeres.
Malala debió morir ese día. Como debió morir el profe Moya. Ambos se salvaron por un milagro.
Malala hubo que salir de su país. Ahora es una activista que lucha por el acceso a la educación, ya no solo de las mujeres, sino de todos, más de aquellos que sufren la pobreza en decenas de países. Su activismo en pro de la educación la llevaron a recibir el Premio Nobel de la Paz. Fue un premio para señalar que la educación lleva necesariamente a la paz, y que la falta de educación lleva a la guerra.
La lectura de Yo soy Malala es necesaria para aquellos que pensamos que la educación es imprescindible para un buen desarrollo humano y social.
Por cierto, con el profe Moya hablé de la muerte, sin atajos y sin adjetivos. Una semana después falleció una compañera maestra de la URN. Recién había hablado con ella. Me despidió con su amplia sonrisa de siempre. Así recuerdo a Valia, tocaya de apellido. Vaya esta historia por ella, por su sonrisa y por su firme compromiso por la educación, aquella educación que transforma de verdad la vida del alumno, como nos han enseñado en la URN.
Nos leemos la próxima semana. Hay vida, hoy más que nunca, ¿verdad, profe Moya?