FERNANDO MENDOZA J / Exprés
La obscuridad de aquella noche se hizo más densa a medida de que los minutos se convertían en horas. Mi sueño pesado era y es cosa muy seria. Entonces había dos perras que mi hija Alicia había exportado de sus tierras tapatías, y ya convertidas en norteñas ladraban poco por las noches y casi practicaban la mudez en madrugadas densas.
A la hora en la que dicen que se aparecen las brujas, el silencio aburrido cayó en sopor. Mi sueño aletargado era premisa de un ronquido. Las perras hacían la pepa sin bostezar. Todo quedó en segundo plano mientras en la calle de enfrente se oyó un vehículo en pleno arrancón. Luego dos gritos inexplicables, seguidos de un enfrenón. Ya despierto, pero en soberana modorra, oí dos estruendos de bala. Seguro que fueron dos. No oí nada más, hasta que unos segundos después, el vehículo volvió a arrancar perdiéndose auditivamente en la calle de arriba que conduce al parque en las faldas de la loma junto al templo que está enfrente del gimnasio de box que el municipio abrió en los años 10.
Vencido el sueño, la tentación fue grande para ver por la ventana las consecuencias de los dos disparos. Al vecino de enfrente le ocurría lo mismo. Ambos, entre las persianas vimos la escena. A la luz mortecina del alumbrado público de una colonia periférica de una ciudad media de una país tercermundista, vecino y servidor observamos un cuerpo sangrante a media calle, atravesado por dos disparos y con el alma en viaje a la eternidad.
Ese cadáver me persiguió toda la noche. Mientras en la mañana, vecino y servidor limpiábamos las vísceras selladas en el asalto, el cadáver seguía en mi mente. Y siguió por días y semanas enteras.
Pensé entonces en algún libro que pudiera narrar ese terror metido en mi cabeza día y noche. Y una madrugada de calor extremo, desperté diciendo Carmen Mola. Y acudí a conocer a Carmen Mola. Lili en el mítico local de la calle Ocampo de la Librería Infinito me ofreció tres tomos del mayor fenómeno de la novela negra española, escritos por Carmen Mola, que no es Carmen Mola, ni es Carmen, ni es mujer, ni es una sola persona. El seudónimo esconde a tres españoles: Antonio Mercero, Agustín Martínez y Jorge Díaz.
De chavalo leí novela negra, pero apenas crecí la abandoné. Hasta que apareció Carmen Mola aquella madrugada de sopor pronunciando el nombre de la persona inexistente. Y leí despavorido, como quien tiene las horas contadas, La novia gitana luego La red púrpura y tres días después La nena.
La visión del cadáver de la calle de enfrente pasó a ser el cadáver de la novia gitana. Aunque éste más terrorífico, porque Carmen Mola es espeluznante, es cruel, llega al extremo de la novela negra. La protagonista, la detective Elena Blanco, embrollada en su propia vida de telenovela, intenta descubrir al asesino o asesina de Susana Macaya, una gitana que ha desaparecido al concluir su despedida de soltera. Al descubrir su asesinato se revela el terrible ritual que se siguió para su asesinato, que incluye un rico caviar de sesos para unos insectos raros. Terrible, diría el profe Limón desde Ciudad Juárez.
Elena Blanco con su equipo van descubriendo pequeñas pistas, que los llevan a descubrir que la hermana de la gitana fue asesinada en las mismas circunstancias: desapareció después de su despedida de soltera y con el mismo ritual atroz. Pero en aquella ocasión, el asesino fue aprehendido y nunca ha salido de la prisión desde entonces.
Las pregunta que siguen son claras: el preso y asesino de la primera novia gitana, ¿salió para vengarse de su aprehensión? O bien, ¿alguien ha aprendido el ritual y lo ha aplicado nuevamente?
Carmen Mola se enseñorea con la historia. Es cruel hasta las entrañas. Sigue el libreto de los grandes novelistas de este género. No debemos buscar en La novia gitana la gran maravilla de la literatura, porque más allá de la historia, no presenta novedad en la narración ni busca la belleza en las párrafos. Sí dibuja bien a los personajes y los presenta tal cual son, sin subterfugios, pero no esperemos que ganen premios de literatura.
Es una buena novela negra, que entretiene, que atrapa y que hace que se lea con pasión y sin pausa. Si Carmen Mola y sus nombres reales vivieran en México y fueran testigos de los casi 200 mil homicidios en los últimos seis años tendrían más materia prima para sus novelas.
De vez en cuando, el cadáver de la calle de enfrente sigue apareciendo en mi cabeza. Los dos disparos truenan en mis oídos. Seguro que despierto pronunciando un autor, pero no he escuchado el eco y no puedo saber cuál será la siguiente lectura.
Nos leemos la próxima. ¡Hay vida!