Sólo el recuerdo

FERNANDO MENDOZA J. / Exprés

Recorrió mil 466 kilómetros para cumplir su deseo. Un deseo irrefrenable. Tuvo que contar cada kilómetro, cada uno de los mil 25 minutos que transcurrieron entre el primer suspiro al subir al camión y la última exhalación con un taquicardia de amor para estar frente a ella.

Y había llegado ese instante, tan fugaz como el viento y tan eternamente esperado, que pensó que vivía en un mar sin agua. Tenía la certeza, eso sí, de vivir su propia vida y de quien estaba allí junto a él compartiendo tiernas miradas era la mujer ideal. Solo debía tomar su mano derecha, entrelazar sus dedos con los suyos y llevar esos labios apenas rojizos a su boca desesperada, cerrar los ojos y conducirse a aquel lugar que había idealizado por 7 mil 757 días…

El beso tenía su historia.

Introvertido, largirucho y enclenque, se había dedicado a escribir poemas cursis sin métrica y sin rima en cuadernos sin portada, gastando sus tardes en admirar plantas sin vida y árboles secos, junto al paso del río que nunca llevaba agua mas que en agosto y septiembre.

Allí, por las noches volvía después de cenar para contemplar la luna, que muda y sorda no le daba inspiración para sus versos que murieron una mañana en que su madre hizo limpieza y los cuadernos sin pasta quedaron sepultados bajo los restos de la última cena en una bolsa amplia y negra.

Creció evocando princesas hermosas que venían por la noche, engalanadas y con cabello suelto, a rescatarlo de su inocencia. Jugó a manipular sus bellezas. Ora sonrientes, ora tristes para consolarlas, ora vestidas de oro y rojo, ora con ropajes medievales. Incluso una noche en que faltó la luna y el perro del vecino aullaba como loba en celo, pudo ver una princesa que le sonreía sonrojada y lo invitaba a nadar en el cielo estrellado entre peces multicolores mientras oía el canto meloso de una sirena virgen.

Fue una tarde de modorra extrema que todo cambió. Volvía de una perezosa clase de inglés que nunca entendió. Caminaba debajo de la banqueta a medio construir de una calle desierta a las cuatro de la tarde cuando el sol se negaba a cubrirse detrás de unas nubes poco densas pero bien dispuestas a disiparse. La vio detrás de unas cortinas azules en el ventanal principal de una casa decente. Observaba alegre el horizonte y de pronto sus miradas se cruzaron. Compartieron sonrisas. 

El cielo bajó a su vida.

Hizo el esfuerzo de pasar martes y jueves por la misma calle desierta de las cuatro de la tarde. Como si fuera una cita cierta y en contubernio, ella aparecía detrás de las cortinas azules.

Aquel sábado de octubre, cuando el sopor los había dejado y el frescor comenzaba a adueñarse de sus noches de recuerdos con deseos acalorados, fue el propio paraíso.

Era otra calle, la que pasa por enfrente de la plaza, que conduce al atrio del templo de un solo campanario. Caminaba para hacer tiempo y llegar justo a la hora en que comienza la Misa con el padre Manuel. Ella, vestida de azul y el cabello suelto, muy desenvuelta dio vuelta a la esquina y de pronto sus pasos se detuvieron justo medio metro del andar de él. No solo fueron sonrisas. Me es imposible narrar el brillo de sus ojos, la piel erizada y la lengua trabada.

La abuela diría que fue el hechizo del amor.

Las posteriores vistas, sin tocarse, fueron el encuentro perfecto del cóncavo y el convexo. No solían hablar. Solo mirarse, admirarse y alentarse con la serena mirada del profundo sentir del corazón.

Volvió a escribir versos cursis. Volvió a la cuenca y observó que en pleno invierno por el río seco transitaba un caudal profundo que regaba los antiguos árboles secos que ahora mostraban su verde esplendoroso.

Luego vino ese julio que no olvidará. El julio del viaje. El viaje de julio. No conocía el mar, pero el mar no era su meta. Había concebido que junto a la arena del mar, tomaría su mano derecha, entrelazaría sus dedos con los de ella y en un abrazo que le erizaría la piel de sus brazos le tomaría su cabello suelto…

Y era ese instante que parece irreal, en que la playa se agita por la última ola del mar calmo, con un sol en el nadir y las gaviotas bailando al vals de los graznos de los cuervosmudos.

Ahora recordaba el caminar de su historia, los kilómetros recorridos, los minutos transcurridos, los espasmos del corazón y la taquicardia de la cercanía, que recordó el protocolo ensayado en su plan.

En ese presente que vivía intensamente, toma su mano derecha, agita su dedo índice y entrelaza tranquilamente cada uno de sus dedos y los empalma con los de ella. El viento húmedo derriba la gota de sudor que recorre su sien izquierda. La mano libre la lleva a la espalda de ella y acerca su cuerpo. Cierra sus ojos y recuerda aquel día en que el cielo se acercó a su corazón. Da un último giro de su lengua por sus labios resecos. Es hora del ataque final.

Abre los ojos antes de degustar el maná.

Cierra los ojos y se deja conducir por la Creación completa. Sabe que no hay nada en esa Creación que pueda superar ese instante, esa instante en el que la narrativa termina y comienza el recuerdo, solo el recuerdo.

3 comentarios sobre «Sólo el recuerdo»

  1. Cuando una narrativa como esta nos crea todo un mundo de imágenes en la cabeza, como la atmósfera que se percibe de vacío o soledad combinado con chispas de melancolia en los personajes de tu historia, aunado al clima, el contacto humano, los detalles del paisaje y lo natural, se llama “Vividez” y generar estas imágenes y sentimientos en una persona es una habilidad de grandes en la comunicación! Te felicito Primo…
    La vida es nuestra historia, así que vamos por las Historias!

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