Los juegos idos

FERNANDO MENDOZA J. / Exprés

Como juegan los niños hoy podemos advertir cómo se comportará la sociedad en la siguiente generación. Así lo dijo un sociólogo o antropólogo o quizás un futurólogo, ya no recuerdo tan bien quién y me parece que no lo oí sino que lo leí, pero qué importa, a mi edad en que la memoria ya no memoriza como antaño ya no importa quién dijo qué, con que recuerde el qué me es suficiente.

Frente a la taza de café hube de recordar aquella mañana en que recibí la llamada de Jorge para platicar de cualquier cosa menos del trabajo aquellos tiempos de María Canica en que la televisión aún no era la reina del hogar.

En casa había un patio grande con tierra firme en la que pintábamos dos cuadros que más bien parecían rectángulos y luego íbamos con Mariscal a comprar una pelota de esponja de color azul pardo para que las tardes de marzo se hicieran eternas peloteando con las propias manos aquellas bolas que iban de lado a lado de los rectángulos cuadrados hasta que botaban fuera y entonces quien había hecho aquel tiro fallido perdía el punto pero no solo el punto sino también le daba el derecho de tomar la pócima mágica y secreta que se había preparado con anticipación con todos los ingredientes que aquel refrigerador pequeño de solo una puerta contenía desde leche agria y agua de limón lo mismo que el juguito de chile encurtido que había quedado una semana atrás agregando café instantáneo y polvo de hornear que mi madre siempre llamó royal aderezado de mostaza y mayonesa y que a todo esto mi hermano le sumaba un poco de bicarbonato y un buen puño de bórax que mi padre guardaba en la despensa detrás del bote de choco milk para cuando alguno de nosotros cayera en el empacho, y entonces el perdedor debía tomarse todo el vaso preparado demostrando que había tragado todo aquel líquido pastoso de un color indescifrable alzando el brazo derecho para señalar la valentía de no hacerle asco al químico vomitivo.

La calle de frente de la casa que comenzaba dos cuadras adelante en cuya esquina del oeste había una pila en la que se surtían de agua los primeros pobladores del barrio antes de que don Pablo comenzara con las tuberías de agua potable y que terminaba justo frente a la casa y que no tuvo pavimento hasta que treinta años después de construida la casa paterna don Luis atinó a ponerle adoquín gris, pero aquellas tardes de julio cuando aún reinaba la tierra en aquella calle, cuyo nombre siempre debió pronunciarse en francés y no tener la nomenclatura que un oscuro alcalde desatinó en cambiarlo, siempre fueron alegres porque estuvieron llenas de chamacos inquietos y cabellos revoltosos con rodillas descarapeladas y llenas de callos que lo mismo sacaban canicas para jugar a los tres hoyitos que brincar por los aires para dar tremendo sentón sobre las espaldas de los que se habían formado apoyados en la barda de adobe de don Ramón a quien nunca le vi una sonrisa o bien dibujar un círculo grande sobre la tierra apisonada para colocar adentro los trompos de madera obscura que eran el objetivo de la diana para apuntar en el punto débil para romper el trompo debido de quien se ufanaba de tener el mejor.

Cuando llegaban los tiempos de las lluvias escasas y que formaban arroyos por delante y detrás de la casa íbamos a la pompa a buscar palitos de paletas que luego pintábamos con colores vivos de la marca Vinci y tu barco era el amarillo y el mío el azul para luego subir a la loma para echar al arroyo formado por las escasas lluvias de agosto para que partieran en igualdad de circunstancias ladera abajo mientras nosotros les gritábamos para que giraron por aquel obstáculo y siguieran el camino más recto para llegar a la meta que trazábamos ocho cuadras más abajo justo antes de llegar al barranco a un lado del único puente que existía entonces o cuando las lluvias eran tan escasas y que no provocaban arroyos suficientes para el surfing de palitos de paleta nos íbamos a descubrir los tecumblates detrás del cerro que un hombre barbado con camisa impecablemente blanca con cuello curtido por el sudor llamó un domingo de fiesta como el Cerro de los Niños y las nubes eran cómplices de esos viajes fugaces de corridas por delante de los perros negros que nos salían por entre los senderos solitarios que nos conducían al campo de los tecumblates no sin antes pasar por los mezquites para arrancar sus extraños frutos jugosos con semillas duras que escurríamos hasta dejar puro bagazo mientras corríamos para descifrar quién era el último en subir aquel cerro empinado y rocoso y regresábamos todavía con energías suficientes para que encantados poder correr por las calles vecinas detrás de las chamacas hasta que el grito materno de media noche nos exigía volver a casa porque si no se acuestan ya no se levantarán mañana para ir a la escuela.

La tarde noche del último viernes al calor de un café turco recordaba todo esto y más con Jorge y él me recordaba los juegos con las corcholatas, el beisbol de pelotas de esponja, el guanini y el burroseguido. 

Yo le recordaba lo que dijo un sociólogo o un antropólogo o quizá un futurólogo. Jorge asentía dando la razón. Los juegos construyen no solo la infancia sino la vida misma. Dijo, tomó su taza y dio su último sorbo. Yo dejé un poco, porque el tecumblate me provoca una saliva dulzona que me deja la suave nostalgia de recordar los días idos que por ser idos ya no volverán.

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