FERNANDO MENDOZA J. / Exprés
La noche en que descubrió la rima, a Leo se le iluminó el rostro.
Solía pasar grandes y graves insomnios en aquellas noches inquietas y obscuras tratando de hilar palabras que luego intentaba se convirtieran en frases coherentes en versos dodecasílabos. Pero en vano. Se leían párrafos atiborrados de palabras sin conexión, ideas que iban de un lado a otro sin una historia que las uniera.
Aquella noche de lluvia de estrellas y del paso de un cometa de nombre impronunciable, Leo había tenido un día difícil. Había llorado pequeños hilos de sangre por un sufrimiento pronunciado que llevaba años de querer sacar a fuerza de suspiros vespertinos en la esquina perdida del patio de su casa. Al no apaciguar aquella quemazón que subía del estómago a la garganta se sentaba para escribir la carretada de frases que se descomponían en los renglones torcidos de sus cuadernos sin pasta. Pero el sufrimiento no cedía.
Había días enteros en que la quemazón aminoraba gracias a los tés de la hierba del sapo que su abuela le preparaba y que se tomaba a sorbos pequeños, porque no soportaba que la calentura le subiera a la conciencia y le impidiera escribir los cuentos sin principio ni fin.
La noche en que descubrió la rima, Leo oía una guitarra que cantaba suaves notas musicales en la lejanía, más allá del Siete Leguas, la cantina del barrio que se llenaba a tumultos los viernes de quincena y quedaba vacía a las tres de la madrugada cuando su último cliente apenas se sostenía en vertical. La música lo distrajo lo suficiente para que el último suspiro de las once de la noche produjera un hondo ruido ronco.
Escribía más allá del punto y aparte del penúltimo párrafo cuando se detuvo a escuchar atentamente el último do de la vieja guitarra. No completó la frase. El silencio se hizo profundo mientras contemplaba el cometa de nombre impronunciable y aguzaba el oído para deleitarse con las últimas notas del pentagrama.
No era la primera vez que la música salía de aquellos lugares que pocas veces pisaba. Corría el rumor de que en aquella calle detrás del Siete Leguas se oían cantos de sirena tan agudos que ni los perros podían soportar y se veían fantasmas a pleno sol que invitaban a pasear por las minas vacías de Santa Eulalia en búsqueda del tesoro perdido del Curro.
Volvió entonces a sus cuadernos sin pasta para terminar con aquel cuento de frases revueltas de sentimientos sin sentido y versos dodecasílabos que apenas llegaban a siete sílabas.
La noche en que descubrió la rima, Leo recordó aquel día en que por la calle principal pasó la peregrinación con la Virgen de Guadalupe en primera fila seguida de media docena de misioneros que habían llegado del Bajío que se habían instalado en la vieja casa junto al templo y más atrás centenares de mujeres cubiertas del velo blanco y hombres caminando en rodillas mientras la música cantaba el himno de la Guadalapana. Entonces Leo volvió a escuchar la música que se había suspendido en el último do y que ahora recobraba su fuerza vibratoria en un fa sostenido.
Pero ahora el cometa de nombre impronunciable se detuvo, las estrellas titilaron de la emoción y aquella noche justo a las once con diecisiete minutos Leo descubrió la rima. No hubo preludio, ni pausa ni compasión. El grueso de la creatividad cayó como un santo diluvio sobre la frente de Leo y se desplazó de improviso sobre su mano derecha.
Fue como un viento fuerte que desplaza los vidrios de las ventanas en un cruel ciclón. La mano comenzó a escribir sobre aquellas renglones inmisericordes de los cuadernos sin pasta. Palabras tras palabras, frase tras frase. Los versos dodecasílabos fueron completados. Aquel escrito poético concluyó con alegres rimas entre versos que alcanzaron la perfección aquella noche en que Leo logró su mayor creatividad.
No había llegado el siguiente día cuando aquel escrito que no le pedía mayor precisión que aquellos versos encendidos de García Lorca fue terminado con el último punto.
Leo tenía la cara encendida y la mano derecha despedía la última gota del cadalso de las rimas perfectas. Suspiraba agitado sabedor de que tenía entre sus dedos la poesía exacta que haría que el moribundo recuperara la vida tan solo con su pronta lectura.
La noche en que descubrió la rima, Leo había alcanzado la cúspide a la que aspiran los poetas que deambulan por el mundo de las letras de la eterna exquisitez. Cayó rendido sobre su costado derecho justo cuando la melodía lejana de la calle de los fantasmas diurnos concluyó con un dechado de notas alegres en un pentagrama festivo con sabor a café espumoso.
La noche en que Leo descubrió la rima hubo un remolino fatal que revoleteó todo alrededor, llevándose entre sí la última nota del trío del Siete Leguas, las estrellas titilantes, el cometa de nombre impronunciable, los suspiros profundos del joven y alcanzó a arrancar aquellas hojas escritas con rimas perfectas llevándolas al vaivén del vals del viento fatal.
Cuando Leo volvió en sí aquel día de nublados agitados que envolvían el sol en un letargo empalagoso no pudo encontrar sus versos rimados. Volvió a llorar hilos de sangre que llegaron al suelo y volvió a sentir la quemazón que subía del estómago hasta su lengua pastosa.
No volvió a escribir. Se unió a la tribu de los fantasmas de la calle de atrás de la cantina del barrio y su llanto se oye detrás del último do cuando el sol se agita en el cenit permanente de mayo y el viento recuerda la noche en que descubrió la rima.