Sueños

FERNANDO MENDOZA J. / Exprés

No puedo decir que anoche soñé que te soñaba. Esta facultad solo la tienen los poetas. Puedo afirmar -eso sí- que he tenido sueños recurrentes en los que tú me sueñas, que es facultad de los enamorados o de los locos, que en la práctica no es más que lo mismo.

Anoche fue de esas noches en las que apareciste, te convertiste en la protagonista de mi sueño y luego sin saber cómo ni cuándo tuve la certeza de que me soñabas.

Había sido una tarde de ordinario, incluyendo un sol que había tornado en violetas y rosáceas las nubes que el viento fresco había reunido en un horizonte que se perdía en la memoria de mis días somnolientos de noviembre. La cena como de costumbre, de frugal apetito con agua de jamaica apenas edulcorada y pan de centeno. La lectura obligada que se retrasó más allá de lo permitido y que impidió que bebiera la copa de vino tinto que alegra las noches tristes de un otoño que se niega a morir.

Los peldaños de la escalera de pisos blancos y fríos se alargaron en perenne esfuerzo nocturno. Apagué las luces interiores como fueron apareciendo y solo quedó encendida la lámpara al costado de la cama que acompaña mis lecturas nocturnas como fiel escudera.

El primer sueño llegó de improviso al filo de la media noche. Lo supe porque en mi sueño oí el tren que llegaba a la estación, como lo hace fuera de mis sueños seis minutos antes del cambio de día. Soñé entonces en un sendero cuyo fin no alcanzaba a ver y que al avanzar pisaba las hojas secas que se desprendían como danza uniforme y acompasada del viejo sicomoro que domina el paseo sur de la plaza. Una luz intermitente daba un tono dramático a la escena. Justo entonces apareciste silenciosa, caminando sobre las hojas sin destruirlas y sin dar sombra detrás de la intermitencia de la luz cansina. Tu vestido simple y sin costuras color perla denotaba tu prisa por aparecer en mi sueño. Sonreías apenas. Te veía con discreción pero tu sonrisa me contagió. Nos miramos tiernamente y ambos recordamos las noches eternas que tomados de las manos nos acercaban al suave equilibrio del juego cordial de nuestras almas.

Allí tuve nuevamente la certeza de que me soñabas, porque alcancé a detectar en tu rostro angelical una sonrisa de liviandad de ingenua impudicia que delataba el recordatorio de lo que hicimos aquella mañana del domingo de fiesta cuando ambos comimos del mismo pastel elaborado por primera vez de tus propias manos.

Cuando estiré el brazo para acariciar  el mechón de cabello radiante que caía sobre tu mejilla sonrojada mi mano se fue al vacío.

Desperté.

Recordé el sueño y tu sueño dentro de mi sueño, con un suave dulzor en mi paladar, como cuando acabas de ingerir pan recién horneado sopeado en leche tibia con nata.

Me acomodé dentro de las sábanas limpias con olor a romero.

Esperé de nuevo con renovada esperanza el preciso instante en que la conciencia pierde el estatus de consciente para cruzar la frontera a tierras ignotas que llevan a disfrutar el mundo en que apareces tibia con un aura esmeralda y con ambas manos anhelantes y susurrantes en pos de la oración precisa que despierte a Dios para estar presente en este preciso instante en que la cordura se vuelve soltura al descubrirte entre la penumbra de la madrugada que se hace eterna.

Allí estabas, ahora ataviada con un vestido elegante de gruesas telas que se amoldaba a tu figura curvilínea llenando de belleza etérea tu gracioso interior que danzaba al son de un vals clásico. No sonreías, porque aún no me habías visto detrás del mismo sicomoro del sueño anterior. Secretamente seguía tus pasos que se movían dócilmente dejándote guiar por el compás de la música de viento que llenaba el escenario de mi sueño que aún era mío.

Ibas de norte a sur y de este a oeste, siguiendo un compás inventado en un sueño de una noche de verano ahora ausente. Crujían las hojas con grácil sonido que hacían pauta con el vals que inundaba la plaza en donde alguna vez tomé tu espalda y te apretujé tanto que tus labios rozaron mis labios y que al regresar en gracioso péndulo se unieron levemente haciendo que mis venas se hincharan de súbito ardor.

En mi sueño, al dar vuelta en el último compás nuestras miradas se cruzaron en rápido fulgor. Sonreíste. Sonreí. Y en la infinitud de mi sueño descubrí que me soñabas. Te detuviste entre la maleza seca y le volviste a dar vida a ese paisaje otoñal con tu presencia que me recordaste aquella noche que descubrimos juntos las Cuatro Estaciones de Vivaldi en un concierto que recordamos una y otra vez mientras charlábamos a la sombra de aquella lila incolora que olía a gardenias y que supo guardar secretos inconfesables.

Vi en tus ojos tus sueños y en tus sueños me vi. Respiraba profunda y lentamente, como guardando cada suspiro para que no se fuera la vida por ellos. Tú me veías de cerca, silenciosa pero con mucha atención. Te detenías en cada uno de mis parpadeos y en cada uno de mis suspiros deteniendo tu respiración para que en un mismo ritmo se acompañaran armoniosamente en una coreografía perfecta. Tomaste mi mano y me invitaste a volar dando un salto al espacio entre las estrellas y las hojas que volaban al vaivén del viento fresco de noviembre.

Volé. 

Desperté.

La penumbra se adueñaba de la calle. Aún no se oía el tren que señalaba el susurro de las cinco de la mañana. Volví a cerrar los ojos en espera de verme en tu sueño dentro de mi sueño volando tomado de tu mano dando tumbos entre aquella tupida arboleda. Pero fue en vano. Ni mi sueño ni tu sueño se compadecieron de mi esperanza. Permanecí inmóvil mientras se engranaban mi alma con mi conciencia, mientras tu imagen se desvanecía al ritmo de una melodía que de cualquier manera tenía que llegar al fin.

Fue en ese momento en que recordé oír por primera vez tu voz. Fue también en un momento en que la conciencia se pierde para entrar el mundo desconocido de una fantasía. Te oí pronunciar mi nombre. Fue un momento volátil que se fugó por mi abstracción y que ahora volvió de la nada.

Cuando estoy cierto de que la noche se ha ido, me martillea la idea de que los sueños, sueños son. No soy poeta, por lo que no puedo soñar que te soñé. Soy solo un loco que tiene la creencia de que me sueñas cada vez que te sueño, porque estoy seguro de que cuando te sueño no es que te sueñe, sino que estoy presente en tus recuerdos cada vez que te sueño.

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