FERNANDO MENDOZA J. / Exprés
Nada de esto hubiera ocurrido si hubiéramos oído a tiempo la profecía de Don Chon quien nos lo advirtió ese sábado, pero no le hicimos caso.
Era la voz de la señora que vivía en la esquina frente a la tortillería y que nadie sabía su nombre porque siempre se negaba a concederlo. Llámenme señora, repetía al dar respuesta a la pregunta que todos le hacíamos.
La señora siempre añoró decir lo que ahora decía en el atrio, al salir de la Misa de una del domingo anterior a la fiesta patronal. Se habían reunido las parejas en grupos de media docena mientras hacían las compras de los antojitos que las otras señoras que rezan el rosario los martes y jueves a las seis de la tarde y juntan recursos para reparar el templo cocinaban y vendían al salir de la celebración.
Don Chon, rechoncho y bajito de estatura pero ancho de cuerpo, había estado recorriendo los lugares del barrio donde se suponía que el pecado era más pecado. Esto no está bien, se decía una y otra vez mientras tomaba sus apuntes en una libreta media carta color amarillo. Alguna vez nos caerá lumbre del cielo y no tendremos ninguna gota de agua para mitigar el calor que nos invadirá, se decía mientras ponía la fecha en la parte superior derecha de la hoja en la que previamente había apuntado cada uno de los pecados que observaba se cometían en dicho lupanar. Iremos derechito al corazón del infierno si no detenemos este maremoto de actividades ilícitas que veo en cada esquina, y daba el punto final a su apunte mientras pensaba si el infierno tendría corazón o sería una piedra dura, maciza y maloliente lo que estuviera en el núcleo de ese lugar de permanente desasosiego.
Todos los días, don Chon recorría esos lugares impensables y nada remotos que desorientaban -decía- a todos los jóvenes y sacudían las conciencias rectas de los adultos. Tomaba apuntes antes de irse, mientras su cabeza hacía constantes vaivenes este-oeste y oeste-este. Luego, sin rubor alguno, sacudía sus pies para que los zapatos elegantes de ante finamente lustrados quedaran liberados de cualquier polvo de esos polutos locales que proveían del mayor de los pecados de tribulación.
Antes de llegar a su hogar al final del camino junto a la casa donde Herminia cura el empacho frotando con un aceite especial la corva de los niños que comieron harina cruda al hacer el pan y que está antes de dar la curva por la vereda que lleva al panteón en la última periferia norte del barrio de arriba, don Chon se detenía en la cantina El Siete Leguas, y allí repantigado en el fondo, al otro lado del baño, sacaba sus apuntes de su libreta color amarillo para resumir sus andanzas de ese día.
Aflojaba su corbata de seda china para poder tragar con menos discreción el puchero que le preparaban sutilmente todos los días. Con finos ademanes certeros, celosos y espaciosos se acomoda la servilleta de tela de colores serios alrededor del cuello de su pulcra camisa blanca lavada con jabón europeo y con un delicado olor a naftalina. Se desabrochaba las mancuernillas ocres que brillaban con elegancia francesa y hacía el doblez de la camisa dejando al descubierto unos brazos con grasa doble y disminuidos de músculo pero encremados con suavidad extrema. En la muñeca izquierda, un reloj de marca indescifrable, y cuyo rumor consideraba que fue regalo de un antiguo gobernador por algunos favores concedidos por don Chon, pero que nunca daba la hora exacta porque la cabeza para darle cuerda carecía de cabezales que dieran vuelta puntual a los engranes interiores.
Antes de comenzar la elaboración de su resumen diario del recorrido por esas calles impúdicas y llenas del pecado de la avaricia por querer tener lo que legalmente no les pertenecía, don Chon pedía tres copas al borde de sotol del bueno y que no tenía marbete oficial porque lo elaboraban en la clandestinidad para tener más grados de alcohol del permitido.
Luego venía el puchero acompañado de tostadas de maíz transgénico azul. Antes del postre, volvía al sotol del bueno. Entonces, de su portafolios de piel de cocodrilo, comprado de contrabando porque el mercado local mantenía prohibida la venta de artículos elaborados de piel de animales, sacaba sus hojas amarillas y su pluma fuente para hacer sus anotaciones extras.
Pedía un aperitivo después del postre a la par que comenzaba su resumen, de tal manera que cuando daba rienda suelta a la síntesis de pecados del recorrido cotidiano el temblor de su mano derecha era tal que la línea de escritura rebasaba la de arriba para sumergirse tres renglones más abajo. La siguiente línea seguía una vereda tan desigual como la primera y la tercera, que hacían imposible una lectura certera siguiendo el orden de las ideas de don Chon.
Así, el resumen que cada día llegaba al escritorio sagrado del alcaide Salgueiro era imposible de descifrar, por lo que la autoridad civil intentaba cuadrar lo mínimo que entendía del resumen diario en alguno de los delitos que señalaba el Código de Buenas Costumbres y la Guía de las Mejores Prácticas para una Sana Convivencia de la Comunidad.
Los viernes por la tarde se celebraban las reuniones oficiales del Concejo del Barrio. Allí, el alcaide Salgueiro ponía a discusión el resumen del resumen diario de los pecados observados semana tras semana en aquellos lupanares donde reinaba el mismísimo demonio. Todos los viernes se discutía por no menos de dos horas aquellos pecados de los lugares prohibidos, para concluir que se enviaría a la autoridad policíaca para desalojar aquella podredumbre humana.
Salgueiro, el lunes por la mañana por ser el siguiente día hábil, levantaba el reporte al comandante Díaz, quien tendría que averiguar lo ocurrido en aquellos territorios en los que la voz de Dios se devolvía sin eco.
El mismo comandante acompañado por un pelotón de siete policías con sus sendas armas de medio calibre hacían acto de presencia a mediodía por esas inhóspitas zonas cuya moral deshojada de toda moralidad no se veía desde Sodoma y Gomorra.
Estos recorridos, como ha quedado acreditado, se realizaban los días lunes de todas las semanas. Coincidentemente, los lunes esos lugares de mala muerte y peor vida cerraban sus puertas para dar descanso semanal obligatorio según el artículo 74 de la Ley Federal del Trabajo.
El reporte del comandante Díaz asentaba que después de una minuciosa visita a los lugares descritos se daba fe de que no había evidencia alguna que mostrara que se infligía el Código de Buenas Costumbres, y que de acuerdo a la vista sólo se incumplía la fracción LXXXVIII del artículo 3416 de la Guía de las Mejores Prácticas para una Sana Convivencia de la Comunidad, que especifica de una forma clara y meridiana que el dintel de las puertas cuyo ancho rebase los 75 centímetros debe ser pintado color verde pastel Pantone 15-6315 TPX, misma variante que las jambas. Luego señalaba los locales que no cumplían con el Pantone exacto de la pintura verde pastel. Y lo firmaba con tinta color azul, la misma que hace bajar de peso si lo escribes treinta veces al día a las siete de la mañana exceptuando cuando hay luna llena.
El reporte final del comandante Díaz llegaba a mediodía del martes al despacho del alcaide Salgueiro, quien lo firmaba y lo enviaba a la tienda de productos chinos de importación propiedad de don Chon, quien a sí mismo lo recibía exactamente a las 11:23 minutos de la mañana de todos los miércoles. El jueves antes de mediodía, don Chon se reunía con el regidor Vallejo para explicarle que las autoridades poco hacían por evitar el concurso de los lugares que provocaban que el pecado se adueñara del barrio. Vallejo le explicaba que había que seguir el procedimiento de la ley, y allí se atoraba todo.
Luego venían las reuniones del Concejo del Barrio de los viernes para comenzar nuevamente el ciclo.
Pero aquel sábado, don Chon hizo lo que nadie se hubiera atrevido. Junto al pequeño obelisco de la plaza que no está a un lado del templo sino que el último alcalde rojillo se le ocurrió construir frente al edificio que ocupaba la logia masónica y que pintó de rojo sangre para darle histórico significado a los mártires de la patria de la penúltima revolución de terciopelo, don Chon atinó a colocar una escalera y subiendo al más alto de los peldaños y con bocina en mano profetizó que si esa misma noche no se cerraban todos los lugares de perdición, pecado y ocasión de laxar las conciencias puras y castas de la población caería un fuego directo sobre esos edificios y arderían en llamas putrefactas.
El barrio oyó la profecía y la noche de tormenta cayó en fuerte expectativa.
Treinta y tres minutos antes de la medianoche se oyó el mayor de los estruendos que se tenga noticia en la historia del barrio. Un rayo fulminante iluminó todo el caserío y el haz de luz llegó hasta el panteón del barrio de abajo.
Un edificio ardió en llamas de inmediato.
Entre tanto el pueblo ha sustituido importaciones. No porque se lo haya propuesto, sino porque la única tienda de productos chinos de importación se convirtió en cenizas.
Los lupanares siguen en el mercado. Ahora las reuniones del Concejo del Barrio duran dos horas menos.