FERNANDO MENDOZA J. / Exprés
De joven siempre quiso ser poeta. Ya viejo, quiso dejar de ser poeta. Entre la juventud y la vejez transcurrió su vida haciendo lo que más deseaba: leer. Luego, cuando la muerte lo perseguía como sombra que no se aparta, se sentó por fin en aquel rincón de su amplia biblioteca, encendió la lámpara por primera vez y en cuartillas recicladas en las que en la parte central estaba una cucaracha pintada se dedicó a escribir sobre los días idos y las semanas por venir.
Su único nieto asegura que todas las tardes se le podía ver en ese rincón iluminado por una lámpara inservible escribiendo con una pluma de gel sobre aquellas cuartillas color polilla, garabateando bellas palabras sobre la vida y la muerte, las mañanas y las noches, el ir y venir, el sol y la luna, el café y el vino.
Colocaba esas cuartillas llenas de frases sublimes sobre la pila de los libros de historia que se iban amontonando en la medida que se acercaba el invierno. Debieron ser más de 400 cuando el otoño se acercaba a su propio otoño, y ya eran más de 500 cuando cayó aquella nevada que impidió que el mensajero que llegaba con su última carga de libros tocara a su puerta y entregara en su propia mano aquel ejemplar en italiano que su hija le regaló del título que más había leído en su vida.
No le importó. Llenaba de café su amplio tarro de porcelana azul y después de su frugal desayuno se sentaba por primera vez en el día en aquel rincón obscuro. Ponía su tarro en la parte derecha de su pequeña mesa de madera de pino elaborada por su propio padre y daba rienda suelta a su imaginación, dejando que su mano acomodara palabras, una tras otra, formando párrafos llenos de historias que evocaban los mejores aconteceres de su vida que se apagaba lentamente en el frío que afuera consumía las horas del día.
A mediodía volvía a la cocina y rellenaba su tarro, haciendo café en una V60 traída desde Guadalajara en el viaje que recordaba con entusiasmo porque había encontrado la manera de ser feliz sin objetos materiales usando sus fantasiosas ideas de convertir el agua de horchata en un obscuro vino tinto de uvas mencías como el que había probado en la Galicia de aquel invierno crudo de 2019 cuando descubrió lo que era el grelo.
Entonces se sentaba a disfrutar el olor del café. Añoraba el café de olla que hacía su abuela. Añoraba más el dulce olor del piloncillo que se elevaba por encima de aquella estufa que ardía con la leña de encino que el abuelo recogía en su correrías por su antiguo rancho desaparecido. Retenía en sus retinas el serpenteante camino que recorría el vapor caliente hasta desaparecer dejando un sabroso olor a café y piloncillo que llenaba la cocina de sus abuelos. En el sorbo que disfrutaba a esa temperatura que ni fría ni caliente hace extraer los más ricos sabores del café meditando que así como el vapor él deseaba su muerte: elevarse lentamente, dejarse llevar como el viento mientras desaparecía dejando un dulce sabor que llenara el ambiente. Se levantaba murmurando que era la muerte de un santo.
Volvía a sus hojas, a su luz mortecina, a sus cucarachas, a su mesa, a sus palabras en las que encontraba alivio ante el tedio de un mediodía de invierno que pronosticaba una tarde de frío incalculable. Luchaba contra las comas, se retaba de tú a tú con el punto y coma, debatía consigo mismo sobre el punto y seguido, se negaba a meditar con el punto final, se enfrascaba en un duelo a muerte con el párrafo inicial de aquel capítulo que hacía llegar al culmen de su texto escrito en hojas apolilladas con olor a encierro y sabor a historia de amor que no termina.
Con la mano paralizada de tanto escribir líneas seguidas de palabras acomodadas en un vaivén de emociones dejaba en pausa su texto para levantarse e ir a la cocina y prepararse una ensalada con uvas verdes y aderezo de miel. La ensalada le recordaba la tarde en que le tomó la mano por primera vez a su compañera y sintió que no era sangre lo que recorría por dentro de sus venas sino el elíxir líquido que llevaba el deleite del amor a todos los rincones insondables de su cuerpo. Las uvas le rememoraban la noche de las bodas de Caná y los cántaros enormes de alegría para los invitados, y la miel aquel maná del Antiguo Testamento cuyo dulce y agradable sabor lo llevaban a vivir intensamente la presencia de Dios Padre misericordioso.
De postre, una rebanada de queso con un corte fino de ate de membrillo traído del pueblo donde la maldad se devuelve despavorida en la entrada misma junto al zoológico.
No podía faltar la siesta de media tarde, acobijado con la manta que se trajo del vuelo que lo transportó al lejano Oriente cuando jugó a ser empresario y lo llevó a conocer la feria que no conoció pero que sirvió para aprender la magia de hacer el té de las cinco de la tarde con hierbas olorosas y agua no hirviente para no quemarlas.
Volvía al rincón lleno de vigor luego del sueño en que soñaba sueños que lo convertían en experto pescador de tiburones cuyas mandíbulas exhibía en la pared de la sala de atrás y que alardeaba a las visitas como la última hazaña de valiente nadador y explorador de las aguas profundas del Caribe que nunca conoció.
Tomaba de nuevo la pluma y se enfrascaba en dominar las palabras que llegaban como torrente a su mente de iluso poeta de versos torcidos. En esa frenética labor le llegaba la penumbra de las seis de la tarde de un invierno gris y triste, que olía a tormenta invernal.
Volvía al café. Expreso. Colombiano. Tueste medio. Obscuro. Espumoso. Oloroso. Vaporoso. Hirviente. Quemante. Sabroso.
Ya no regresaba al rincón, pero era tiempo de revisar sus líneas. Llegaba la hora del vino obscuro servido no en copa sino en un vaso corto de esos que se usan para las bebidas caras y que se emplean en los saraos de gente con smoking y con olores de perfumes franceses y copetes altos llenos de seda brillante. Así, en ese vaso corto sorbía lentamente el vino mientras repasaba línea por línea y las limpiaba de los más mínimos errores de redacción y sintaxis, como si fuera a escribir la novela perfecta con los versos exactos que invitan a la vida a vivir lo más cerca de lo Divino.
Aquella noche de jueves de frío violento, de vientos con ráfagas de hielo y de luna exageradamente naranja, había ingerido cuatro vasos cortos de un vino chileno de uvas carmenere que consiguió en una tienda departamental a precio de oferta. Había limpiado de errores las hojas de todo el día. Se había dado cuenta de un error garrafal imperdonable, en el que había escrito con jota lo que debía escribirse con ge. Se dio tres golpes en la sien derecha repitiendo la palabra equivocada.
Entonces, de súbito y sin previo aviso se dio cuenta que había envejecido haciendo lo que no quería hacer. A un lado de la mesa estaba el montículo de libros de historia que seguía igual de alta que hace un año, sin que el libro colocado en la cima hubiera sido abierto. Más allá, junto a la pared más larga, estaban los alteros de novelas apiladas sin orden ni concierto, en la misma posición que los había dejado el último cumpleaños festejado al lado de su nieto, catorce meses atrás. Al lado de la puerta que daba al patio donde plantó el ficus que prendió pero se heló en las primeras semanas de fríos por debajo de cero estaban los títulos de política, finanzas y economía con la misma esperanza de ser leídos como la última vez hace un año, cuatro meses, una semana, dos días y once horas atrás.
No recordaba cuándo fue la última vez que olió el dulce olor de un libro recién abierto ni cuándo se sentó en aquel sillón de tapiz pardo para disfrutar la novela exquisita de Fernanda Melchor aquella de largos párrafos cargados de frases conexas e ideas interminables sin puntos ni comas. Creía que desde el invierno de hace un año había cerrado la novela corta de Francois Mauriac que le impresionó tanto que se juró que leería todo lo que se encontrara de ese autor francés.
Pero no. Había invertido tanto en las 600 hojas de color apolillado que estaban frente a él que había olvidado disfrutar cada amanecer y cada taza de café y cada sorbo de vino servido no en copa sino en aquel vaso corto.
No puso punto final a su obra ni se atrevió a ponerle título. Las 600 hojas con la cucaracha pintada en la parte central y cargadas de sabias y bellas palabras fueron guardadas en el portafolio de tela obscura, regalo de algún cumpleaños atrasado.
Aquel nuevo sol del viernes lo despertó de frente. Había recorrido las cortinas y ahora el sol iluminaba su rostro. Respiró hondo. Se sirvió su café de la V60, y en la misma mesa en que bebía su avena abrió el texto de Aura García Junco.
Disfrutó aquellas horas que no se dio cuenta que era la hora del vino. Se prometió a sí mismo dejar la idea de ser poeta.