Fernando Mendoza Jácquez / Exprés
Semana Santa es vivir en dos dimensiones, en dos comprensiones. En tan corto tiempo pasamos de la alegría a la tristeza y luego nuevamente a la alegría exultante. Transitamos de Jerusalén a Emaús y de allí a todo el Universo. Y acompañamos a Jesús de su vida a la muerte y contemplar anonadados su Resurrección.
Por ello y por mucho más, la Semana Santa es el tiempo más preciso para comprenderse como cristianos.
La Semana Santa es precedida por la Cuaresma, tiempo por demás preciso para encontrarse con los grandes misterios luego de hacer una interiorización en el desierto de cada quien.
Comienza con el Domingo de Ramos, que irradia alegría y realeza, peregrinación terrena con los ojos puestos en el Cielo. Sin embargo, la liturgia se centra en el Evangelio, que narra la pasión y muerte de Cristo. Nuevamente las dos dimensiones: Ramos sí es alegría porque la población encuentra por fin a Cristo como su rey, pero Ramos es no descuidar la pasión que se avecina.
La liturgia de lunes, martes y miércoles nos pone frente a Judas, el traidor, pero no como personaje principal, sino como el puente o trampolín para saber enfrentarnos a Cristo que nos abre a sus enseñanzas.
Jueves es un día especial. También con dos dimensiones. Litúrgicamente la Cuaresma termina a mediodía de este día: Es Cuaresma y es Triduo Pascual, es recogimiento y exhaltación por el memorial de la Última Cena. Es extensión del mismo memorial al dejarnos el sacramento del Orden sacerdotal.
Sin embargo, debemos centrarnos en el nuevo mandamiento del amor: ese el del servicio, el de la humildad, ese que busca engrandecer a los demás y no engrandecerse, ese que se demuestra en el lavatorio de los pies. Nuevamente aparecen las dos dimensiones: el que se empequeñece aquí será engrandecido Allá, el que se agacha para lavar los pies a los demás será subido al trono. Pero también el llamado a amar no solo a los amigos, sino sobre todo a los enemigos.
Viernes es un día muy popular. Rico en ritos y rezos, rico en acciones y peregrinaciones. Pero pobre y sobrio en la liturgia. Abundan los vía crucis, las marchas del silencios, los pésame a la Virgen María.
La Iglesia invita a centrarse en la cruz, mejor dicho: en La Cruz. Día sin Misas, para que todo concluya en el recogimiento ante La Cruz. En la celebración de este día, La Cruz entra en procesión y queda descubierta junto al altar desnudo de manteles y cirios. Se lee el evangelio de la Pasión según san Juan. No hay bendición final y se sale del templo como se entra: en contemplación.
En Viernes, Cristo muere. Pero volvemos a la doble dimensión: muere para resucitar, es imprescindible morir para resucitar. Es decir: la muerte es real porque la Resurrección realmente vence a la muerte.
En el Sábado propia y estrictamente no hay nada litúrgico. Día de silencio y recogimiento. Día intermedio entre la humanidad y la divinidad, porque Cristo es verdaderamente humano y verdaderamente Dios.
Por la noche del mismo Sábado comienza la Vigilia Pascual, la más grade, alegre, exultante, prodigiosa de las vigilias. Ojalá que pudiéramos hacer el esfuerzo para que esta Vigilia pudiera hacerse como lo sugiere la liturgia: debe concluir ya en domingo. O mejor: la vigilia que comience en la madrugada para que concluya con el amanecer del domingo. Alguna vez a algún experto le oí decir que el canto del Gloria de la Vigilia Pascual debe comenzar con los primeros rayos del sol.
De cualquier manera, la Vigilia Pascual es riquísima en signos y en Palabra. A mí me encantan las lecturas, el pregón pascual, el templo oscuro que se encienda con los cirios de los participantes…
El centro de toda vivencia cristiana es la Vigilia Pascual: Cristo vence a la muerte y resucita. Vence nuestra muerte y nos resucita a su Vida.
Y volvemos a la doble dimensión.