FERNANDO MENDOZA J / Exprés
Tarde apacible de un martes cualquiera. Afuera, un calor insoportable, cercano a los 40 grados a la sombra, y que me hace durar más de la cuenta en el local de la Librería Infinito. No pensaba comprar nada, la mera verdad; solo durar la necesario para que afuera terminara de caer lumbre.
Un nombre impronunciable en la portada de un libro me llamó la atención. Estaba perdido en un pequeño mueble, en el que Willi y Lili colocaban los libros religiosos, y que yo visitaba asiduamente en mis constantes visitas al mítico local de la calle Ocampo.
Y mientras afuera había lumbre, en el libro de Ilibagiza había mucho más luz y fulgor que los 40 grados de afuera.
No se trataba de Guiada por la fe, sino de Sobrevivir para contarlo. De hecho voy a hablar del segundo y no del primero, pero como no lo tengo en mis manos, puse como título el que tengo.
Sé quién tiene el segundo ejemplar de Sobrevivir para contarlo que compré. Sé que lo está leyendo, lento pero lo hace. El primero que encontré en Infinito no sé dónde quedó.
Sobrevivir para contarlo es un libro enorme. Enorme es poco: es soberbio. Si me lo preguntaran, es un texto que todos debemos leer. Y releer cada pocos años.
Cuenta la propia historia vivida de la autora. Immaculée nació en Ruanda. Tenía 22 años cuando en su país se desató un increíble y terrorífico genocidio, en 1994. Tutsis contra hutus. Los tutsis se hicieron de la autoridad, siendo mayoría, e intentaron aplastar a los hutus, la minoría. Immaculée es hutu.
Sus padres eran profesores muy estimados en la comunidad. Esa estima fue heredada hacia los hijos. Pero en la guerra, la estima es muy poca estimada. En cien días, fueron asesinados 800 mil ruandeses, la mayoría de ellos hutus.
Se levantaron todos contra todos. Amigos de Immaculée desalojaron la casa paterna con fusil en mano. Ella tuvo que huir con lo único que traía puesto y se alojó con la familia de un maestro, amigo de su padre.
Pronto, a la casa fueron llegando más refugiados. Luego llegaron los tutsis…
Con una narración trepidante, llena de terror, Ilibagiza va dando cuenta de cómo ella y siete mujeres más fueron “hospedadas” en un baño de un metro por dos durante 91 días, sin salir de allí y a ratos sin respirar. Eran alimentadas por la noche con unos mendrugos de pan y un poco de agua. Pegadas, unas con otras, no había otra manera de estar, mas que de pie, en ese infierno adentro del pequeño baño mientras afuera había un infierno de sangre.
Si eso fue terror, la salida fue peor. Descubrir que una tercera parte de la población fue aniquilada. Immaculée se dio cuenta de que sus padres y sus hermanos no habían sobrevivido al genocidio. Pronto, se le fue desvelada la realidad: un amigo de la infancia había sido el asesino de su padre y uno de sus hermanos.
La parte, a mi juicio, más sustancial, liberadora y esperanzadora de Sobrevivir para contarlo es cómo Immaculée afronta su nueva realidad y cómo va viviendo su proceso de perdón. “Quiero encontrarme con él”, dice. Desea encontrarse con el asesino de su padre y su hermano.
Lo demás se los dejo para que vayan y busquen el libro… no es fácil estar con un libro redondo. Bien escrito, una historia real y profundamente bello y liberador. La esperanza en un mundo humano y mejor está expresado en la vida de Ilibagiza.
Doy gracias al excesivo calor de la calle que me mantuvo en Infinito y me hizo encontrar a esta ruandesa, que hoy vive en Estados Unidos y va por muchos países buscando ser encuentro de enlace y reconciliación.
Lamento no tener entre mis manos Sobrevivir para contarlo y poder mostrarles, como cada semana, la portada de tan esperanzadoras páginas, pero tengo la certeza de que quien los tiene ha encontrado en ellos una luz y un fulgor tan candentes como los 40 grados de la calle de aquel martes tan aciago que me hizo descubrir un gran libro.
Es Cuaresma. Ayunemos de palabras vacías y dé más luz a nuestras vidas. Nos leemos la próxima. ¡Hay vida!