Era el diez de junio

FERNANDO MENDOZA J. / Exprés

En verdad de que el diluvio había llegado a La Espinoza. En verdad de que sabía que cuando caía una lluvia de esas dimensiones no se debía guardarse debajo de los árboles. En verdad de que estaba ensopado porque de cuando comenzó el chipi chipi a que llegó al árbol más alto debieron pasar unos diez minutos, tiempo suficiente para que la llovizna se convirtiera en tormenta. En verdad de que todo esto ocurría pero nunca pensó que le pasaría a él, justo a él en ese instante.

La luz se vio intensa. Quedó deslumbrado. La Espinoza quedó toda iluminada por breves segundos. Luego se oyó un sonido estruendoso, que Pedro no alcanzó a escuchar. El rayo lo había abatido. 

Quienes vieron los despojos de Pedro cuentan que parecían como cenizas huecas que humeaban olores podridos que llenaron el pequeño valle como aquella vez en que la casa de Andrés se llenó de grandes llamaradas que llegaron hasta el corral donde estaban los puercos que engordaba para la temporada de Navidad asándolos con todo el pellejo sucio y cuyo olor a puerco quemado impregnó por semanas el viento pesado de las tardes de sol perenne de La Espinoza.

Era el 10 de junio.

El funeral fue todo un acontecimiento en La Espinoza. Bajaron los de Valle de Arriba y subieron los de Valle de Abajo. El Padre Ismael no pudo contener las lágrimas que ensuciaron su sotana roja que dijo que la liturgia le permitía usar porque la muerte de Pedro había sido como un martirio.

Allí junto al féretro siempre estuvo Isabel, quien tuvo que hacer cabeza en la hacienda a la pérdida de Pedro, su hermano. 

Isabel no se casó porque pensaba que los hombres son solo para verlos de lejos pero no para tenerlos de cerca porque hieden a caldo de res tibio con olor a papa sebosa y ese platillo le recordaba a su padrino que solo se aparecía en las navidades para regalarle las muñecas de trapo que detestaba tanto como las mañanas frescas de La Espinoza cuando tenía que salir a las cuatro de la madrugada a ordeñar las tres docenas de vacas pintas que habían heredado del abuelo que luchó junto con Don Porfirio en la eterna guerra contra los contrarios.

Como sabía el trabajo que le esperaba, Isabel no derramó ninguna lágrima mientras todos los vecinos echaban el puño de tierra en la fosa en que los despojos de Pedro descansarían por fin.

A la mañana siguiente dio las órdenes que daba su hermano y así lo hizo por los días y semanas posteriores, de tal manera que la hacienda que estaba al fin de la ladera junto al río que dividía en dos La Espinoza prosiguió la marcha como si nunca hubiera caído aquel maldito rayo que dejó el cuerpo del caporal en despojos carbonizados.

El ganado creció, la alfalfa no sucumbió ante el sol inclemente de julio y agosto, las abejas revolotearon todas las flores que crecieron aún en el otoño produciendo kilos y kilos de la miel que hacía famosa la hacienda más grande de La Espinoza y la pesca fue tan grandiosa en invierno que hubo que rentar mayor cantidad de refrigeradores que permitiera embolsar las truchas que alimentaban a la mitad de los pobladores de todo el estado.

Isabel daba cuenta de su fecunda economía que contra todo pronóstico quiso aprender a montar. Su padrino de Confirmación que le regalaba envases de duraznos en almíbar cada día dieciocho de todos los meses envueltos en una tela de encaje adornada con bordados dorados le recordaba cada vez que se hacía presente que las mujeres eran para la cocina y no para los caballos. 

La idea de no montar estaba muy arraigada en su conciencia, pero la prosperidad la hizo cambiar.

Comenzó por aquel potrillo medio rojizo medio cobrizo que nunca había provocado ningún problema. Siguió con el alazán amansado tres años atrás. Y cuando ya había ganado la confianza quiso montar el azabache que aún no terminaba su entrenamiento.

No fue buena idea. Esa mañana, el corcel dejó su caballerosidad en su remolque. Arrancó de improviso por la calle principal de la hacienda y alcanzó velocidad crucero cuando rebasó el terreno donde Isabel había comenzado a sembrar vides esperando que en tres años estuvieran lo suficientemente generosas para luego aplastar las uvas mencías que produjeran un rico y oloroso vino tinto que al calor de las siete de la tarde paladeara con un rico queso menonita y jamón serrano.

Detrás del azabache se desplegaba el entrenador cuyo pie había quedado enredado en la cuerda del corcel. Tres kilómetros más allá, caballo, Isabel y entrenador pusieron freno inesperado impulsando el cuerpo de los dos últimos en tremenda escapada.

El equipo médico de urgencias señaló que el entrenador sufría derrame cerebral, con cuadriplejía irreversible. El equipo veterinario determinó que el azabache falleció por un súpito envenenamiento. El equipo forense determinó que Isabel había sufrido infarto severo antes de golpearse en la piedra de mármol que ocupaba la esquina del panteón público.

Era el 10 de junio.

La Espinoza guardó luto riguroso. Por un año exacto todos sus habitantes, turistas y visitantes vistieron de negro. El Obispo concedió permiso especial para que los colores litúrgicos fueran cambiados por un año por el uso único del negro. La feria impuso el color de los banderines de un negro mate. Incluso se retiró la bandera tricolor de los edificios públicos por no contener el negro. Afuera de la hacienda se puso el velo de luto de un color más negro que el negro que cuando se ponía el sol se veía aún más obscuro.

La noche anterior al término del luto se celebró Misa solemne con Te Deum más solemne. El coro aprendió melodías litúrgicas en latín que nunca se habían oído. La Espinoza estaba en expectación.

La mañana siguiente lucía exquisita. Detrás del templo junto a la tienda de los chinos que vendían chácharas a precios de promoción permanente estaba el hospital de donde se conoció la triste noticia de la muerte del entrenador del azabache.

Era el 10 de junio.

La tristeza no se fue de La Espinoza ni el luto ni el negro ni la desesperanza. Corrían los días y las semanas como las cuentas del rosario que se rezan igual en todos los misterios sean gozosos o dolorosos. Las tardes de los sábados se hacían eternas en el aburrimiento del paso calmo del tiempo.

Pero cuando llegó el siguiente junio todos querían salir de La Espinoza. Ante el anunciado sabotaje a esperar el 10 de junio el Padre Ismael citó a asamblea parroquial. No era posible que todos huyeran pero nadie quería enfrentar la víspera del día diez ni aunque hubiera adoración nocturna ni se diera indulgencia por la Misa de laudes. Hubo que hablar fuerte, pero fue en vano.

El alcalde que estuvo presente en la asamblea tenía la solución al entuerto que expuso diligentemente y fue aprobada entre aplausos sonoros y el toque de dianas con música en latín que tampoco se había escuchado.

El día nueve se publicó el decreto municipal que se pegó en todos los comercios de La Espinoza y en cada una de las puertas del templo parroquial. Palabras más, palabras menos, el decreto establecía que en La Espinoza después del día nueve de junio seguía el día once y después del día treinta se creaba el treinta y uno de junio.

Desde entonces, en La Espinoza no hay ningún deceso los días diez de junio.

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